Historias no contadas: El día que Antonio Muñoz, a piñazos, hizo el trabajo

Por Boris Luis Cabrera

A pesar de la diferencia en la pizarra el juego estaba caldeado. Los cubanos vencían por marcador de nocaut y en las gradas los aficionados, inmersos en un alboroto incontrolable seguían pidiendo más conexiones. En el campo opuesto los quisqueyanos, ocultos tras la impotencia, buscaban pretextos para descargar su ira. Roces, discusiones, e intercambios de insultos, se estaban llevando el protagonismo del partido. Los árbitros hacían mutis.

El lanzador rival soportaba el castigo de la ofensiva cubana y liberaba su estrés propinando esporádicos pelotazos. La tensión se podía cortar en el ambiente. Las protestas del alto mando cubano se las llevaba el aire caluroso de Caracas que surcaba el estadio.

El gigante, con esa humildad de hombre rural, movía la cabeza desde la banca desaprobando el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Su figura imponente era solo una estructura que protegía los sentimientos nobles, la sencillez, y la modestia.

Era tímido, solo en el cajón de bateo se transformaba en un ser de otro mundo cuando conectaba soberanas líneas por encima de las cercas y le daba la vuelta al cuadro conversando con pasión con los dioses beisboleros que corrían a su lado.

-A ese picher hay que irle pa’rriba-le dijo el cargabates al director del conjunto.

Los jugadores asintieron en señal de aprobación ante el grito que se les antojó un toque de “a degüello” mientras se movían inquietos chocando unos con otros por el pasillo del banco.

-Tranquilos, aquí el que tiene que cogerlo es el gigante, que para eso es el capitán del equipo-dijo el director con la vista fija en el terreno de juego.

El gigante escuchó bien. El mensaje era fuerte y claro. Tragó en seco y se hizo el desentendido. Sabía que su fuerza era descomunal pero no era un hombre de peleas y menos encima de la sagrada arcilla. Su misión en este mundo era dar jonrones. La naturaleza lo había dotado de las herramientas necesarias para ello y no le gustaba salirse del guion.

Jamás lo habían expulsado de un partido de béisbol. Era una versión moderna de esos gigantes buenos que habitan en los bosques encantados de los cuentos infantiles, fiel y con la sensibilidad a flor de piel, preocupado por los suyos, venerable y solemne.

No derramó una lágrima sobre la tumba de sus padres cuando abandonaron este mundo, pero en un terreno de pelota lo había hecho varias veces, así era este gigante de la historia.

Otro hit al jardín central lo despertó de su letargo. Agarró lentamente el bate con sus colosales manos y se fue a paso lento para el círculo de espera. Encima del techo de las bancas unos militares con unos sables muy largos y los rostros tensos ofrecían una imagen anacrónica del paisaje. La fanaticada seguía eufórica.

Un par de swings al aire fue toda la acción que hizo una vez dentro del límite marcado con la cal blanca. Se ajustó el casco con su poderosa mano zurda y dedicó varios segundos a mirar con detenimiento al lanzador rival antes que soltara la bola hacia el plato.

En el segundo lanzamiento llegó el pelotazo para el tercer hombre de la tanda antillana. La esférica rebotó en el muslo izquierdo de la víctima. El director, inmutable y sereno, le hizo un gesto de calma con ambas manos y le señaló con el dedo índice de la mano izquierda al gigante que se movía inquieto dentro del círculo de espera.

El bateador se fue para primera sin apartar la vista del lanzador, desafiante e impotente ante la abierta provocación que ya no se podía soportar.

El árbitro de home se quitó la careta y miró a las dos bancas con disimulo mientras el gigante entraba en el caja de bateo bajo un bullicio ensordecedor. Apoyó el bate en la arcilla y sacó un pañuelo blanco bien doblado que se restregó por el rostro absorbiendo todo el sudor y el polvo adherido en sus poros.

Completó su rutina subiéndose las mangas de la chamarreta y le clavó una mirada punzante al lanzador quien se mantenía escondiendo sus expresiones faciales detrás del guante.

Por primera vez en su carrera el gigante no pensó en jonrones ni impulsadas, no le importaban las curvas ni las rectas, y les restó importancia a los corredores en posición anotadora.

Los pensamientos se mezclaban en su mente mientras un calor insólito le comenzó a subir desde los pies. Agarró el bate con fuerza y lo dejó reposar sobre su hombro izquierdo.

El lanzamiento lo golpeó en el centro de la espalda. El gigante apenas sintió un roce. Se abrieron las puertas que mantenían encerrados al juicio y la cordura en su interior y se abalanzó en busca de su victimario.

Los peloteros cubanos salieron del banco con el ímpetu de una caballería mambisa en el mismo instante que el gigante, con el receptor contrario encaramado en su espalda, corría como fiera hambrienta detrás del lanzador rival.

El césped se convirtió en segundos en un escenario confuso de batalla donde se mezclaban los colores distintivos de ambos conjuntos.

La multitud calló inmersa en el estupor y los militares de grandes sables y rostros tensos se lanzaron al terreno en perfecta armonía.

Cuando llegó la calma, después de largos minutos, el gigante apareció anclado en la primera base. Tenía los nudillos morados, no llevaba puesto el casco protector y resoplaba como un caballo salvaje.

-Gigante¡¡, ven pa’ ca que ya tu cumpliste-gritó el director al percatarse que ninguno de los árbitros presentes lo había expulsado por comenzar la pelea.

(Juegos Panamericanos. Caracas 1983)

ANTONIO MUÑOZ (El gigante del Escambray)

Ganó ocho títulos de jonrones, y fue Jugador Más Valioso de la Serie Mundial Amateur en dos ocasiones. Lideró la Serie Nacional de Béisbol durante nueve temproradas y fue el primer jugador en la historia de la Serie Nacional que ha llegado a 200 jonrones y más tarde, 300 jonrones. Jugó cuatro décadas en Cuba entre 19601990.

Su average de por vida fue de 302 (6676-2014) con 370 jonrones

Fue seleccionado por el pueblo entre los 100 mejores atletas cubanos del siglo XX

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