Por Juan Páez
Era el año 2005. Rafael Palmeiro se preparaba para su vigésima temporada en las Grandes Ligas, con 40 años de edad. Sammy Sosa terminaba su histórico vínculo de 13 años con los Cachorros de Chicago, al ser cambiado a la Liga Americana. Ambos coincidieron en Texas, con los Rangers en 1989, cuando sus carreras empezaban y ninguno disfrutaba de la etiqueta de estrella. Este año volvían a ser compañeros, con los Orioles de Baltimore.
Ambos hicieron historia en su primer juego en la ronda regular 2005, sin siquiera dar un batazo. El 4 de abril, en casa frente a los Atléticos de Oakland, se convirtieron en la primera, y aún única, pareja de compañeros con 500 jonrones por cabeza.
Es un hecho inédito en el béisbol, uno que no pudieron conseguir Hank Aaron y Eddie Mathews a finales de los 60, tampoco Manny Ramírez y David Ortiz en la contemporaneidad pese a que ambas parejas estuvieron cerca. Aaron dio su cuadrangular 500 poco después del retiro de Mathews, mientras que Ramírez se marchó a Los Ángeles cuando a Ortiz le faltaba camino por recorrer.
Lo que siguió, luego de implantar el récord, fue la calma antes de la tormenta, sobre todo para Palmeiro. El 1 de agosto de 2005 entró a la historia de las Grandes Ligas, aunque no precisamente por algo bueno. Fue el primer suspendido por vinculación a esteroides. Recibió un castigo por 10 juegos y, desde entonces, su carrera dio un giro de 360 grados.
Volvió y, como dijo en una gran entrevista realizada por Fox Sports en 2017, se arrastró hasta el final. Entre abucheos y gritos no muy amigables de los que hasta meses atrás eran fervientes fanáticos, finalizó su carrera con un slump de un hit en 26 turnos. Presuntamente por una lesión, los Orioles le recomendaron marcharse a casa pese a que a la campaña le restaba un mes.
El hombre de los 500 jonrones y los tres mil hits no jugó más en Grandes Ligas. Esperó una oferta tal como esperó, años después, su ingreso al Salón de la Fama de Cooperstown, todo con el mismo final: nada pasó.
Palmeiro, que alguna vez juró ante el congreso nunca haber usado esteroides, fue relegado totalmente. Pocas fueron sus apariciones en público. El béisbol, que por toda una vida fue el amante de Raffy, se había convertido en su enemigo. Cerró su habitación de trofeos y premios. No quería recordar nada.
Fueron sus hijos los que lo llevaron a sanar y rearmar ese lazo nuevamente. En 2015, su hijo Patrick jugaba con los Sugar Land Skeeters, en el reconocido circuito independiente Atlantic League. El mánager Gary Gaetti, un antiguo conocido del cubano, le pidió que apareciera en un juego, a sus 50 años de edad. “Será divertido”, le dijo.
Palmeiro aceptó y, como si no hubiese pasado el tiempo, se fue de 4-2, con par de sencillos y una carrera impulsada. Fue todo.
Tres años más tarde, en 2018, Patrick vestía el uniforme de los Cleburne Railroaders, de la American Association. Rafael, ya con 53 años, decidió unirse a ese club y, de nuevo como si el tiempo no hubiera avanzado, jugó 31 veces. Tomó 125 apariciones al plato, dio 31 imparables, dos dobles, seis vuelacercas, remolcó 21 rayitas, recibió 20 bases por bolas, se ponchó 25 veces y dejó una línea de .301/.424/.495. Era un clásico Palmeiro, sin perder cualidades.
Después de esos 31 juegos, fue despedido junto con su hijo. Cerró otro capítulo de una historia llena de gloria al principio y pena al final. Le puso fin a una carrera que debió llevarlo a Cooperstown, con un busto entre los inmortales, pero su trayectoria eventualmente tomó el rumbo de los marginados, ese mismo grupo oscuro al que pertenecen Pete Rose, Barry Bonds, Mark McGwire, José Canseco y compañía.
Cerrando, mencionar que este 4 de abril está de cumpleaños el lanzador cubano Odrisamer Despaigne (1987), mientras la fecha coincide con el fallecimiento de su compatriota Jack Aragón (1988), quien fuera jugador y manager en las Ligas Menores de los Estados Unidos y tuvo una breve aparición en la MLB.