Por Boris Luis Cabrera
Cuando comencé a seguir el béisbol en la década del ochenta, el equipo nacional era una aplanadora que rara vez se atascaba a la hora de barrer rivales. Plagado de estrellas renuentes a emigraciones y a contratos profesionales, disertaban en los terrenos al punto de encender alarmas cuando no se obtenía una victoria contundente o se anotaban más de diez carreras por partido.
Las víctimas, aficionados que se reunían a practicar este deporte los fines de semana o jóvenes que aún no florecían en la grama, nada podían hacer ante el empuje de unos antillanos que desbordaban calidad por los poros, motivados, e inmersos en una época de bonanzas económicas.
Los fanáticos más exigentes, moviéndose en mares hasta cierto punto lógicos, bostezaban y en cualquier esquina susurraban teorías que arrancaban de golpe el crédito a los nacionales.
La llegada de los profesionales a las competencias internacionales encontró a una generación de peloteros cubanos en decadencia pujando con nuevos ídolos que nacían en medio de crisis sociales, movidos por la inercia de antiguas oleadas y bendecidos por las herramientas naturales que algún Dios regala a los atletas que llegan a este mundo en esta parte del planeta.
Los nuestros se batieron con dignidad, quizás viviendo el privilegio de poder medir el nivel real de nuestro deporte nacional en el mundo por primera vez, o al menos acercarse bastante.
Los fanáticos exigentes se acomodaron en sus asientos y gritaron teorías contradictorias, pero el béisbol cubano pasó la prueba y salió ileso observando con recelo las fuertes tormentas que rugían en el horizonte.
Un día bajaron los puentes levadizos, las distancias se hicieron más cortas y una estampida de peloteros de todas las categorías abandonó la isla en todas direcciones en busca de contratos profesionales.
El béisbol cubano se fue quedando desnudo en el terreno. La pirámide deportiva se quebró mientras grandes jonroneros y lanzadores supersónicos desaparecían de los estadios. Se perdieron de súbito las supremacías y los favoritismos, y los fanáticos exigentes se quedaron, cegados y adormecidos por la historia, haciendo caso omiso a las realidades que corrían frente a sus ojos.
El mercurio de los termómetros que marca ahora la calidad real de nuestro equipo nacional desciende, la crisis financiera sigue haciendo mella en los pilotes que la sostienen y pocos reconocen el esfuerzo de los atletas que quedaron en esta orilla, caminando descalzos sobre las rocas para buscar un batazo que nos devuelva el orgullo y nos levante de nuestros asientos.
Una multitud de nuevos críticos hastiada de derrotas la emprende contra ellos o minimiza sus victorias en la arcilla sin hacer análisis, sin saber que juegan rodeados de demonios que los atormentan, con los bolsillos vacíos y en medio de un diluvio de problemas que les ataca la psiquis y los hace abanicar la brisa en muchas ocasiones o lanzar nobles pelotas .
Estos son nuevos tiempos, aquellos escenarios donde los rivales morían como moscas están cerrados por derribo. Tenemos que entender que bajo estas circunstancias cualquier equipo es un reto en sí mismo, de cualquier liga, de cualquier rincón del planeta.
Los nuestros están en desventaja física y psicológica, pero siguen cabalgando al toque de “a degüello” blandeando el machete por el honor de esta tierra donde nacimos. Por favor, apoyemos a los nuestros.
Nos vemos en el estadio.