Frederich Cepeda se aferra al madero, pero su retiro es impostergable

Por Boris Luis Cabrera Cepeda abanica la brisa y se retira a la banca con el bate al hombro mientras cientos de miradas le muerden la nuca en el trayecto. Su rostro permanece indescifrable. Algún que otro mortal agradecido quiso aplaudir y lanzar al viento unas palabras de aliento, pero las gradas están llenas de […]

Por Boris Luis Cabrera

Cepeda abanica la brisa y se retira a la banca con el bate al hombro mientras cientos de miradas le muerden la nuca en el trayecto. Su rostro permanece indescifrable. Algún que otro mortal agradecido quiso aplaudir y lanzar al viento unas palabras de aliento, pero las gradas están llenas de fanáticos hambrientos de carreras y en el campo los corredores se petrifican en las almohadillas.

El estadio es un agujero negro donde la memoria y la historia pocas veces consiguen boletos de entrada. No tiene cabida el perdón ni el reconocimiento mientras no se hayan facturado 27 outs o se logre una ventaja apreciable.

Es un lugar mágico donde no se reflexiona, escenario donde viven héroes desechables y villanos momentáneos. Solo importan la música que sale del madero chocando las pelotas, las carreras y la victoria final.

Cepeda lo sabe, es un gallo que muchas veces ha estado herido en la arena mirando con recelo y fuerzas sobrenaturales lo han levantado para picarle los ojos a los rivales, a incrédulos, y obstinados personajes. Sabe también que los dioses del béisbol se aburren y corren como locos detrás de nuevos elegidos cuando pasa el tiempo.

39 años y 21 de ellos dando palos en las series nacionales, 297 veces sacando pelotas más allá de los límites del terreno, 1132 remolques y un promedio de bateo de .331; lo mistifican y lo elevan a otras dimensiones.

En 1635 ocasiones ha sabido discriminar el último lanzamiento para alcanzar la primera base sin usar sus brazos, 253 veces de forma intencional gracias a estrategias rivales o a directores temerosos. Pero el implacable hojea muy rápido las páginas del libro de la vida y los fanáticos son los mismos, siguen ahí en las gradas pidiendo carreras, ahora mismo, con esa fría crueldad y esa hambre eterna de victorias.

Cepeda busca un lugar apartado en el banquillo. Lleva el uniforme de las cuatro letras, el mismo que tenía en el pecho cuando se desbordó en una serie del Caribe y levantó el orgullo de un país completo o cuando desapareció pelotas claves en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, en el Clásico Mundial del 2006, y en la Copa Mundial de Taipéi 2007 frente a unos asombrados australianos.

El oráculo no habla, nadie se atreve a interpretar augurios. Los bisoños pasan por su lado con un bate en la mano haciendo reverencias como fieras mansas pero en realidad son aves de rapiña que esperan una señal del director para devorarlo y apoderase del turno de bateador designado. Así es el béisbol, como la vida misma.

Son 39 años, envuelto en su mística su nombre sigue apareciendo en todas las nóminas, le ponen velas y lo veneran como a un santo eterno con una fe construida a golpe de cañonazos oportunos y resurgimientos memorables.

Cepeda se aferra al madero, los implacables y ansiosos recopilan leña para la hoguera mientras piden conexiones con una sed apocalíptica y los corredores continúan petrificados en las almohadillas. Él sabe que su vista de águila y el poder de sus muñecas caen sobre la arcilla como hojas de otoño pero tiene intacto el valor y la vergüenza y los cojones bien puestos.

Nos vemos en el estadio.

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