Historias no contadas: Javier Méndez, el villano efímero

Por Boris Luis Cabrera Los azules ganaban por dos carreras en la parte alta del noveno capítulo. En la soledad del jardín central Javier le volvió a echar un vistazo a la pizarra electrónica para asegurarse que solo faltaba un out para finalizar el partido. Los enfrentamientos con los rojos siempre generaban mucho estrés. El […]

Por Boris Luis Cabrera

Los azules ganaban por dos carreras en la parte alta del noveno capítulo. En la soledad del jardín central Javier le volvió a echar un vistazo a la pizarra electrónica para asegurarse que solo faltaba un out para finalizar el partido.

Los enfrentamientos con los rojos siempre generaban mucho estrés. El otro equipo de la capital sacaba una garra insólita en esos choques. Javier lo sabía. Recordó por un momento cuando vestía la franela de esos guerreros hace un par de temporadas atrás. La motivación que crecía, la expectativa, la sensación de ser observado, y la importancia que cada uno de ellos le daba a esa vitrina transparente en que se convertía un partido contra sus hermanos mayores, contra el equipo grande.

Había dos corredores en circulación y en la caja de bateo se estaba acomodando el mejor hombre con el bate en ristre de sus rivales. Por la banda de primera algunos pocos fieles formaron un coro para vitorearlo. El estadio estaba lleno, la gran multitud estaba expectante inmersa en un murmullo interminable.

Javier caminó un par de pasos hacia atrás sin despegar la mirada del corredor de la segunda almohadilla. Sentía el cansancio de más de tres horas de juego, la tensión en los músculos. Sabía que ésta victoria era muy importante para seguir en la pelea por el banderín, ya estaba casi en el bolsillo.

Dos rectas de humo que cortaron el home-plate en dos partes iguales metieron en el pozo al bateador. La gran fanaticada se levantó al unísono pidiendo el ponche ridiculizando a la diezmada tropa encima de la banca de primera.

Javier se secó el sudor del rostro y pidió a los dioses beisboleros un elevado por su posición para terminar el partido con uno de sus clásicos y espectaculares guantazos que despertaban la euforia en los aficionados.

Sus reclamos fueron oídos. Una potente línea salió disparada exactamente hacia él. Javier corrió dos, tres pasos hacia adelante. No hubo tiempo para pensar, se detuvo. La esférica cogió más altura en fracciones de segundos. Ahora hacia atrás dos, tres pasos, la bola se lo llevó en claro y rodó caprichosa hasta lo último de la pradera. El bateador corredor anclado en la intermedia, dos corredores pisando la goma empatando el partido, y el público ahogado en una exclamación eterna fue la imagen que dibujó la acción en el ambiente.

Javier regresó a su posición habitual arrastrando los pies bajo la mirada de miles de fanáticos. Quería irse, desaparecer del estadio, que la grama se lo tragara con un terremoto apocalíptico. ¿Qué pasó? ¿Cómo era posible fallar un lance así?

Sabía que este tipo de conexiones eran muy difíciles de localizar, pero ¿Cuántas veces se había lucido en jugadas como esa? ¿Por qué ahora? ¿Por qué a él? Muchas interrogantes sin respuestas comenzaron a sobrevolarle la cabeza como aves de rapiña.

Javier se volvió a secar el sudor del rostro, esta vez era un manantial infinito que le brotaba por los poros. Se peguntó de qué manera llegaría al banco azul, como sortear ese camino como un cristo apaleado y apedreado por miles de sus fieles, cómo resistiría la rechifla y ese traje de villano que jamás había estrenado en los campeonatos nacionales.

Cayó el tercer out de la entrada sin saber cómo. Sus compañeros se fueron retirando del campo. Se llenó de aire los pulmones y emprendió una veloz carrera hacia el escondite salvador.

Alguien se levantó de su asiento y comenzó a aplaudir como un loco solitario después de una mala función de teatro. Luego otro lo imitó, dos, tres más, un grupo.

Cuando Javier cruzó la línea de foul de la tercera base un mar de pueblo en solemne silencio lo estaba aplaudiendo con asombrosa energía. Más de treinta mil almas fundidas en una ovación ofreciendo un espectáculo impresionante.

Javier frenó la carrera, estupefacto, alucinado y atónito. Entró trotando a la cueva y se sentó bruscamente en el primer espació vació que encontró, detrás de él su alma lo alcanzó y le devolvió los colores a la piel. No podía creerlo. Los pensamientos eran confusos.

-Javier, te toca batear-gritó un compañero.

El fin de la historia no podía ser otro. Un pelotero de vergüenza no podía hacer otra cosa. El traje de villano había quedado tirado en el césped hecho trizas por la reverencia del imprescindible. Con una vestimenta transparente de superhéroe y poderes especiales, Javier sacó la pelota más allá de las cercas del jardín derecho. Se acabó el juego de pelota.

Javier Méndez (La Habana 22 de abril de 1964)

Cuatro veces campeón nacional con Industriales (1986, 1992, 1996, 2003)

Medallista de plata en los juegos olímpicos de Sidney 2000

Medalla de oro en la copa mundial de béisbol de 1990.

Líder en promedio de bateo en la temporada de 1986

2 veces elegido jugador más valioso (MVP) de la serie nacional (1987, 2003)

Jugó 22 temporadas en series nacionales (328 AVE, 191 HR, 2101 CI)

Se retiró después de terminar una temporada de 19 cuadrangulares y 92 impulsadas, siendo primera vez en la historia de las series nacionales que un jugador lo hace teniendo sus mejores números ofensivos.

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