Por Pablo Pichardo
Nunca me impresionó. Puede tirar duro y correr como nadie, pero el béisbol es mucho más que eso, es una mezcla mágica de masa psíquica con herramientas naturales, es mística y corazón a flor de piel.
Nació en un diamante, lo tuvo todo siempre al alcance de su mano: recursos ilimitados y un padre poderoso que le abría los caminos como un Eleggua humano haciendo estallar en el aire a la más cercana competencia.
Su imagen diáfana y serena salpicada de genes históricos la compraron los medios para venderla en una subasta pública exenta de piezas sofisticadas, dentro de un campeonato de dudosas calidades.
Nunca me engañó. Siempre mirando por encima del hombro buscando una aprobación, sumido en tormentas mentales, y escondido en lesiones para liberar presiones.
No invertí en él, siempre me pareció un ave de paso con un futuro demasiado predecible, un hijo bastardo del Espíritu Santo o un pobre muchacho haciéndoles guiño a dioses poderosos.
Busqué la estirpe detrás del uniforme, dentro de su paciencia y debajo de su rostro inmutable después de una noche de ponches consecutivos. No la encontré nunca.
Como no encontré una gitana digna que me leyera las cartas ni pude ver su imagen sobre el césped de ningún terreno de las Mayores en las bolas de cristal.
Por eso pensé que ya estaba demasiado viejo para estas cosas, que mis facultades menguaban y que mi instinto ya había disparado sus mejores balas cuando la franquicia de los Marlins de Miami le ofreció un contrato.
Volví a revisar estadísticas, número a número buscando un tesoro escondido o un mapa que me llevara a una tierra prometida. Volví a ver viejos videos, estudié su swing, su mirada perdida en los jardines y en la banca de tercera, seguí buscando su empuje y su estrella con ese optimismo que tenemos los cubanos.
No encontré nada.
Ahora está en las Menores (Clase A avanzada), su promedio de bateo apenas rebasa los 220 de average en 45 partidos, no hay jonrones y los ponches suman ya 25.
Algunos esperan el repunte que justifique el dinero y la publicidad, que se cumplan la historia de promesas y las tesis de ciertos escuchas. Pero eso, me duele aceptarlo, nunca llegará.
Es imposible construir estrellas, el muchacho lo ha hecho lo mejor que ha podido, pero sólo Dios puede ser el padre, el hijo y el Espíritu Santo a la misma vez. Víctor Mesa sólo hay uno.
Quiero equivocarme, nadie sabe cuánto quisiera ver ese apellido y ese número 32 correr por las bases en la espalda de alguien después de conectar sin compasión soberanas líneas dentro del terreno.
Quizás aún hay tiempo, su hermano menor sí puede estar bendecido, ahí tal vez se podrá reencarnar el espíritu del padre en un terreno de béisbol, lo presiento. Hasta ahora, me equivocado pocas veces.