Historias que me contaron: El caballo de Ángel Leocadio Díaz

Michel Contreras

La receta para el éxito del derecho capitalino Ángel Leocadio Díaz se basó en la adecuada combinación de control, inteligencia y flema.

Ángel Leocadio Díaz en el sofá de su casa

En los años setenta y ochenta, el béisbol cubano tuvo un pitcher que rompía los moldes por su naturaleza comedida y unos espejuelitos sempiternos que llamaban la atención de tirios y troyanos. Se llamaba Ángel Leocadio Díaz y lució su calidad a lo largo de 12 campañas nacionales.

Era derecho, y su receta para el éxito se basó en la adecuada combinación de control, inteligencia y flema. Los envíos de Ángel Leocadio Díaz carecían de ese látigo que resuena en la mascota, pero solían ubicarse donde más molestaban a los bateadores.

Así logró tener espacio en rotaciones donde compartió con personajes como Lázaro Valle, René Arocha, Orlando Hernández, Pablo Miguel Abreu, Lázaro de la Torre, José Modesto Darcourt y Osvaldo Fernández. Nunca fue el más vistoso de los pitchers de Industriales, pero a tiempo completo blasonó de consistencia.

Al final de su carrera, Ángel Leocadio Díaz se dio el gusto de colgar el guante con 112 victorias frente a 74 reveses, 23 lechadas propinadas y una sólida efectividad de 3.20. Como me confesó una vez para el sitio Cubanet, sus tres grandes recursos siempre fueron el comando, la slider y la observación del adversario.

De esa misma charla deriva la historia que me contó sobre la singular manera en que, varias veces por semana, emprendía su camino rumbo al Latinoamericano.  

El problema es que Ángel Leocadio Díaz residía en un pueblito a dos kilómetros de la carretera, de ahí que para llegar al escenario de juego tenía que subirse a un caballo, recorrer la distancia referida, amarrar al animal, tomar un autobús que lo dejaba en la Víbora y después otra más para llegar al estadio del Cerro.

Ángel Leocadio Díaz junto a Rene Arocha

Ángel Leocadio Díaz y su amor por el béisbol

Pero ahí no paraba la cosa. Como es de suponer, al terminar los partidos debía invertir los pasos de esa aventura, con la diferencia de que “a veces el caballo se había soltado y tenía que regresar a pie”.

Eso, a no dudarlo, es amor a la camiseta. Ángel Leocadio Díaz repitió esa rutina durante varios años, y según confesó jamás le resultaba fastidiosa porque se sentía recompensado con el aplauso de la fanaticada y alguna que otra salida al exterior.

“Viajábamos cuando se acababan los juegos, dormíamos en los estadios y nos teníamos que bañar con agua fría. Era un gran sacrificio pero nos gustaba lo que hacíamos y tratábamos de darle un buen espectáculo al público que nos ovacionaba cuando salíamos a la calle y al terreno”, me dijo.

Era un período romántico donde los peloteros cubanos vivían detrás de la cortina de hierro informativa, ajenos a la idea de que podían ganarse la vida con el talento que trajeron a la vida. Como admitió Ángel Leocado Díaz, “emigrar no nos pasaba por la cabeza. El primero en hacerlo fue René Arocha y para entonces yo me había retirado ya. Pero si uno estuviera activo hoy, no lo pensaría pensado dos veces para quedarme”.

Ángel Leocadio Díaz, Rene Arocha, Orlando Hernández y Euclides Rojas

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