Por Boris Luis Cabrera
I
Pedro estaba frente al espejo. Un denso silencio le envolvía su anatomía de más de seis pies como una armadura metálica dejando el bullicio de los camerinos en otra dimensión.
Había llegado el momento. En solo minutos estaría agachado detrás del home-plate recibiendo pelotas en el partido que decidiría la medalla de oro del torneo. Dentro de su entorno no había demonios que atormentaban ni conciencias perversas que alteraban los nervios con susurros impertinentes. Solo silencio y concentración.
El espejo reflejaba movimientos perfectos en el cajón de bateo frente a lanzador zurdo pero él estaba inmóvil, metido en su chamarreta roja con las cuatro letras blancas en el centro del pecho dibujando en la mente líneas sólidas y tiros certeros a la segunda base.
Otra final contra los norteamericanos. Podía imaginar la expectación allá en su tierra que generaba este tipo de enfrentamientos. La gente amontonada frente a televisores públicos, tensiones acumuladas y pechos apretados.
Pedro sabía que esto era más que un juego de pelota. Suspiró como un toro bravío en el ruedo y se le escapó una palabrota impronunciable mientras el silencio que lo envolvía se desvaneció a su alrededor.
Había llegado el momento. El director del equipo entró al camerino con una hoja garabateada en la mano. El murmullo se fue apagando. Áspero y mordaz, el técnico soltó una corta arenga a sus pupilos y comenzó a leer el orden de la alineación para el crucial partido.
Pedro no escuchó su nombre. Por un momento creyó que su concentración le había jugado una mala pasada.
–Puso a Albertico, le dijo a la prensa que estabas enfermo del estómago-Le susurró alguien al oído al notarlo abstraído.
Pedro sintió un latigazo en los pies. No podía entender como un receptor regular de un conjunto podía quedar en la banca en un partido definitorio. Se le acalambraron las manos y un vapor insoportable le rodeó el cuello y el rostro.
Los peloteros, ansiosos, comenzaron a salir por el estrecho pasillo rumbo al diamante. Albertico le puso la mano en el hombro cuando pasó por su lado pero no pudo mirarlo a los ojos. Pedro estaba inmóvil con la vista fija en el director que organizaba unos papeles encima de una pequeña mesa.
-Servio, al final de todo me vas a tener que traer, yo voy a hacer mi trabajo y después vamos a ver cómo termina esto-Fue todo lo que se le ocurrió decir en medio de su frustración y su molestia mientras se perdía detrás de sus compañeros.
II
Novena entrada, dos outs parpadeando en la pizarra como una espada blandeando encima de las cabezas de los peloteros cubanos. El marcador 5×4 favorable a los norteamericanos.
Pedro apenas había pronunciado palabras durante casi tres horas de juego. Las noches de verano en Edmonton son frías pero su alma era una braza encendida que lo mantenía caliente.
El director, parado en una esquina de la banca, tuvo una sensación punzante en la nuca y dirigió la vista al oscuro ángulo donde Pedro acariciaba un bate sin apartarle la mirada.
Volvió a mirar la pizarra esperando un milagro, se quitó la gorra y se pasó la mano izquierda temblorosa por el cabello.
-Pedro, cógelo tú-Le dijo con una voz baja que sonó a súplica.
Con el bate al hombro salió al terreno con movimientos lentos. En el box contrario aun permanecía el mismo lanzador zurdo que había abierto el partido. Pedro, además de contar todos los clavos que tenía el banco de madera donde estuvo sentado durante los nueve capítulos, había estudiado cada lanzamiento, cada gesto, cada movimiento del rival.
Después de dos bolas malas buscó al coach de tercera base pero nunca lo vio. Todo el escenario era un amasijo de cuerpos que se amontonaban a la vista bajo un extraño ruido que en nada se parecía al que emanaba de su estadio Latinoamericano.
El primer strike llegó como un bólido matando algunas esperanzas que quedaban vivas por todo el territorio nacional. Pedro había visto suficiente. No pidió calma, no prometió nada, su rostro era una ecuación indescifrable. Barrió con la mirada la banca buscando en vano al director y pudo ver la bandera de la estrella solitaria reluciendo con timidez en una esquina. Los pensamientos se le encaramaban unos sobre otros.
El lanzamiento llegó rápido, pegado, a la altura de las rodillas del receptor. Pedro hizo swing. La bola se elevó cortando el aire de la banda izquierda, bien lejos, lejos, lejos…. ¡Se empató el partido¡
Millones de cubanos saltaban al unísono cuando Pedro, vestido de héroe, le daba la vuelta al cuadro en medio de una algarabía tremenda buscando con la vista al director, oculto tras el júbilo descontrolado de sus pupilos.
Pedro Medina, 19 de diciembre de 1952 (El héroe de Edmonton)
Participó en 17 series nacionales y 8 series selectivas.
Tres veces campeón Panamericano (San Juan 1979, Puerto Rico 1983, e Indianápolis 1987)
Dos veces campeón Centroamericano (Medellín 1978 y Santiago de los Caballeros 1986)
Cuatro veces campeón mundial (Italia 1978, Japón 1980, La Habana 1984, y Holanda 1986)
Dos veces campeón nacional con Industriales.
Elegido entre los 100 mejores deportistas del siglo XX.