Por Alexander García
Lo vi por primera vez en esa Serie Mundial de 2009, cuando jugaba para los Philadelfia Philies. Lo vi por primera vez en ese entonces, cuando tal vez no lució mucho frente al pitcheo de los Nueva York Yankees, pero igual me impresionó; todos miraban a Chase Utley, Shane Victorino, Ryan Howard y Jimmy Rollins pero lo cierto es que Raúl Ibáñez, ya con trece años de experiencia, cumplía, lucía muy bien, sin hacer mucha bulla cumplía.
De hecho hoy, miro sus números, poco más de 270 en average, más de 300 jonrones y mil 200 carreras impulsadas en una hoja de vida que suma veinte años. Imposible no quitarse el sombrero.
Lo vi por primera vez en aquella Serie Mundial y desde entonces admire su temple, su tranquilidad en el home plate para batear, todos se desesperaban, se iban con lanzamientos malos, se descolgaban del modo más feo y Raúl Ibáñez soltaba líneas atronadoras que aún impresionan.
Lo vi por primera vez allí, en aquella postemporada y tres años después, en 2012, jugando para los Bombarderos del Bronx, era el hombre que decidía la Serie Divisional contra los Baltimore Orioles con par de jonrones, uno para empatar y otro para decidir.
Cuando Raúl llegó a los Yankees, muchos pensaron que su carrera renacería pero su estancia en el equipo neoyorkino fue efímera, pasó como pasaron tantos, el uniforme a rayas pareció quedarle inmenso, nadie bateó en aquel playoff, nadie, él fue de los mejores pero así y todo salió de la franquicia.
En este punto, la historia de Ibáñez, como la de tantos cubanoamericanos pudiera quedar ahí, escondida pero es una historia interesante, llena de simbolismos, de momentos buenos y de otros no tanto.
A pesar de haber nacido en Nueva York, la ascendencia criolla lo lleva al béisbol y desde sus primeros pasos en MLB, ya daba de qué hablar. Sí, en su primera campaña en 1996, Ibáñez solo jugó cuatro partidos, después se acomodó y a palo limpió se ganó su permanencia.
Si hubo un José Canseco y un Rafael Palmeiro, el caso de Raúl Ibáñez aunque en un plano secundario, jamás comparado con estos peloteros, igual trasciende y adquiere protagonismo.
Luego de salir de los Marineros, Ibáñez recala en los Kansas City Royals por par de temporadas y casi al instante se gana el aprecio de la fanaticada del Kauffman Stadium pero quizás como la historia del llanero solitario, Raúl regresa otra vez a Seattle, el equipo de sus amores; la unión parece indisoluble hasta que llega la oferta de Philadelphia en esa temporada 2009 y ya saben que el hombre rindió, no estaba en la palestra como Howard y compañía, pero rindió.
Más tarde, cuando se retira de Nueva York, todos creyeron que su carrera terminaba pero Raúl toma un segundo aire, vuelve a casa, al equipo que lo vio debutar, a los Marineros de Seattle y ahí cierra un ciclo encomiable con más de 40 años.
La vida de Raúl, quizás sin muchos sobresaltos es digna de un libro, cuando a los 35 o 36, muchos empiezan a caer, él estaba en plenitud de facultades y siguió dando lo mejor. Sí lector, la vida de Raúl Ibáñez es digna de un libro o de una película, tal vez no como esa sobre Grover Cleveland que protagonizará Ronald Reagan, puede que no sea para tanto y solo una sencilla crónica baste, por ahora al menos con esto cumplimos, el honor es a quien lo merece.
Nos vemos a la vuelta.