Por Alexander García Milián
- ¡ Maldito dolor de cabeza!- exclama al sentir la primera punzada en sus sien izquierda; baja la cabeza y cierra los ojos, busca masajearse un poco en los costados, siente una fuerte presión, piensa que es normal, siempre ha sido así, sabe que el juego está en un trance decisivo, la torre y el alfil del negro amenazan la línea central de las blancas, no quiere perderse el momento pero percibe cierta desorientación, trata de respirar hondo, de buscar aire, comienza a sudar copiosamente, el oxígeno se pierde, toda da vueltas a su alrededor, puede observar cómo la gente lo mira, trata de forzar unas palabras pero es imposible;- Es el final- se dice y todo se vuelve negro….
El final, el comienzo, el todo y la nada de una existencia corta, corta pero agitada, una existencia marcada por las sesenta y cuatro casillas de un tablero de ajedrez; por tácticas fugaces que fulminaron el tiempo, por largas cavilaciones que lo hicieron eterno; es José Raúl Capablanca y Graupera en medio de todo y se ve una foto en blanco y negro, bien definida; una mirada inteligente, la misma que adivino una mala jugada a su padre con solo 4 años; es un genio, uno de los grandes.
Aquel día, 8 de marzo de 1942, en el Manhattan Chess Club, minutos antes de caer en coma, Capablanca pensaba en Aliejin, desde su derrota, no hacía otra cosa que pensar en Aliejin, en Alexander Aliejin; quince años atrás, en Buenos Aires, José Raúl había perdido la corona ante el ruso- francés y en su mente solo estaba la revancha.
La imagen me pega fuerte, me conmueve y no puedo palpar la dimensión de los sentimientos que en mi despierta; Leinier Domínguez discute el campeonato nacional de Estados Unidos, Leinier mi tercer ídolo, después de Capablanca y Kasparov; mi tercer ídolo pero el primero de muchos aficionados al ajedrez.
Leinier no va por Cuba, siento rabia, no por él, siento rabia por las circunstancias, por los encierros, por el rechazo a lo diferente, por los dogmatismos que parecen no parar y lacerar todo… Una leve calma me sosiega,- es lo mejor para el- me digo y pienso el ser humano, en esos espacios vacíos que nunca se llenan, quizás Leinier pudo hacerlo, creo que lo puede todo.
Es en Estados Unidos, en Estados Unidos se mezclan las historias, el tiempo corre, se construyen dos, tres, miles de vidas, se marca una existencia; es 2019 pero en 1904, llegó a Nueva York el joven cubano José Raúl Capablanca, un chico entonces de 16 años, iba a estudiar Inglés y a preparar su ingreso a la Universidad de Columbia.
Unos tres años antes, en 1901, a comienzos del siglo XX, Capablanca disputa el match por el Campeonato de Cuba contra Juan Corzo; es el gran acontecimiento deportivo de la Isla, el primero de la centuria, con solo 13 años el chico obtiene la corona…
En el club, todos lo miran, hay cierto aire de extranjero en su porte, en su cabello engominado; es muy joven, unos piensan que es judío, otros italianos, Capablanca está en el corazón de Manhattan y solo piensa en el ajedrez, en el ajedrez y las mujeres, la vida bohemia de estudiante de Ingeniería, con tiempo para el placer, lo atrapa, Capablanca ríe- esto es lo mío, retare a todos- disimula la sonrisa, se retoca el peinado y va hacia el tablero más cercano.
Ya la idea de ser ingeniero paso a un segundo plano, no hay chance para más nada; solo ajedrez. A comienzos de 1909, el 5 de enero con exactitud, José Raúl inaugura una temporada de simultaneas por Estados Unidos, al final, el saldo fue impresionante, 703 victorias, 19 tablas y 12 derrotas; el estadounidense Frank Marshall, en aquel entonces vigente campeón queda consternado, es “picado” en su orgullo por el criollo; la popularidad de Capablanca lo supera y entonces llega el enfrentamiento.
La maestría de Capablanca inundaba los cintillos de la prensa, Marshall puso como premio una bolsa con 600 dólares, el cubano solo reunió la mitad pero igual se pactó el duelo, la cuestión era jugar; las condiciones fijadas fueron, llegar a 8 victorias sin contar empates; José Raúl ganó por margen de siete, 8 a 1, con 14 tablas; no había casualidad.
En aquellos años no abundaban los torneos internacionales y en 1911, la ciudad española de San Sebastián reúne a los mejores exponentes del juego- con excepción del campeón mundial, Emmanuel Lasker- Capablanca fue rechazado en un inicio bajo la excusa de no poseer méritos suficientes;- ¿Cómo que no posee méritos?, sí me venció de forma tan holgada- aduciría Marshall para justificar la participación de Capablanca.
Con solo 22 años, Capablanca gana la lid en suelo ibérico, producto de seis victorias, siete tablas y una derrota. Desde ese momento comienza a pensar en el título mundial.
Tiempo después, cuando Lasker tiene que abandonar el match por la corona, ya es un hecho, José Raúl es el rey.
Es otra foto muy buena, simbólica, una foto que provoca sensaciones mezcladas, primero reina la incertidumbre, luego llega un ligero sentimiento de odio, al final cuando vemos la risa en sus rostros, reímos también y cierto gozo nos invade. En primera fila, están Neurys Delgado, Carlos Albornoz, Lázaro Bruzón Y Leinier Domínguez; todos cubanos pero Delgado y Leinier ahora representan a Paraguay y a Estados Unidos; es la mejor ficción, lo que nunca se pensó, pienso en Spasky y en Aliejin, como terminaron jugando por Francia, entonces trago en seco y sonrío aún cargado de incredulidad.
Los hechos suceden de un modo inverosímil, como en el poema que Gabriela Mistral le dedica a la Patria, a su Patria, a Chile; ahora pienso en Cuba- país de la ausencia,… extraño país- viene una sórdida estrofa de y sí, de destierros, de escapes, de pérdidas, de vacíos, de tanta ausencia se compone muchas veces la existencia humana que al ver a estos ajedrecistas, no puedo pensar en otra cosa; bueno… en Capablanca otra vez.
Con José Raúl, se vuelven a unir los espacios perdidos, se reconstruye la memoria, se nace una y otra vez; la Patria está en el ajedrez, en la pasión por este juego; las barreras quedan; leo a Bruzón cuando crítica la discriminación por cuestiones ideológicas en Cuba, pienso otra vez en Cuba, en Capablanca, en Leinier; las historias van más allá siempre… ¿Qué queda?
Al final, Capablanca jugo por Cuba en la octava Olimpiada, celebrada en Buenos Aires, allá en 1939; fue su debut y el cierre de su hoja de servicios en la arena internacional; no pudo ser mejor, conquistó el oro, pero aunque volvió a retar a Aliejin, este no aceptó y José Raúl tuvo que resignarse.
De Patrias pérdidas y encontradas, de encantos y frustraciones, de Capablanca a Leinier, todo es más allá, las sensaciones siguen fluyendo, la historia no para, es así, ayer y hoy, siempre es así.
Nos vemos a la vuelta.