Por Boris Luis Cabrera
A inicios de este año me detuve un día por casualidad a ver un partido de softball en los terrenos del “Cardona”, en la barriada del Mónaco. Era uno de esos desafíos que se pactan los fines de semana donde un grupo de aficionados veteranos desbordan sus pasiones organizados en diferentes ligas y llenan de sonidos beisboleros los apacibles despertares de domingo.
Fui ahí donde vi nuevamente después de tantos años a uno de los bateadores más oportunos, letales, productivos y olvidados del béisbol cubano: Fausto Álvarez.
Pocos imaginarían que ese hombre con varias libras de más, próximo a entrar en su sexta década de vida y de apariencia ya nada intimidante en el terreno, que se mueve uniformado entre la multitud como uno más y que ni siquiera ocupa turnos de responsabilidad en el line-up, fue una de las piezas clave de la llamada “aplanadora santiaguera”, uno de los equipos más fuertes y devastadores que han pasado por las Series Nacionales, ganador de tres títulos consecutivos en el ocaso del siglo XX.
Fausto fue un bateador zurdo que castigaba a los lanzadores de su mano, era capaz de conectar bajo presión y con efectividad para cualquier banda del terreno y de sacar la pelota fuera de los límites del terreno en cualquier momento.
En 17 Series Nacionales conectó mil 676 imparables con 327 dobles y 210 jonrones incluidos y exhibió un promedio ofensivo de 295, según las estadísticas del sitio de la pelota cubana. Pero lo más increíble es que fue capaz de remolcar mil 96 carreras a pesar de tener delante en la alineación a uno de los tríos más potentes de todos los tiempos (Pacheco-Kindelán-Pierre), toda una maquinaria de empujar carreras al traer entre todos ellos a casi 4 mil compañeros para el plato durante sus años de servicio.
Volver a ver a Fausto Álvarez después de tanto tiempo me produce sentimientos encontrados de alegría y nostalgia, admiración y pena, afecto y pesadumbre.
No es para menos, casi dos décadas siendo una estrella a la sombra de otros grandes, eclipsado por las historias épicas de sus compañeros y huérfano de homenajes y reconocimientos justos. Nada de lideratos ni selecciones nacionales, solo haciendo el trabajo silencioso de cada día, en medio de las algarabías incontrolables de los estadios de Cuba.
Así salió Fausto con 46 años a tierras europeas después de tres años de haber colgado los guantes y gracias a la divina providencia pudo por primera vez en su vida brillar con luz propia y ser el protagonista de la obra que se desarrollaba en el terreno de juego.
Allí descoció la pelota con el uniforme de los Piratas de Amsterdam de la Liga Profesional holandesa, acaparando lideratos de cuadrangulares y estampando récords para ese béisbol, al punto de ser elegido el Jugador Más Valioso (MVP) en 2007, siendo el primer extranjero que lo lograba en más de diez temporadas.
Un año después, convertido en el jugador más longevo de la liga, volvió a tener otro campeonato de ensueños rematando con un bambinazo decisivo que le dio el trofeo de campeón a su equipo, algo que no lograban en más de dos décadas. Así son las historias caprichosas de la vida y las ironías que nos traen a veces los dioses de este deporte.
Muy pocos de los familiares y amigos de los veteranos en juego presentes ese día en los graderíos del “Cardona”, podían siquiera imaginar que ese zurdo paciente en el cajón de bateo pudiera tener un currículo con tanto peso sobre sus espaldas y tanta gloria invisible desbordándose por los poros de la piel. Por eso les conté la historia y se la cuento ahora a las nuevas generaciones para que no muera nunca el legado de esos hombres que hicieron del béisbol nuestro modo de vida.
Nos vemos en el estadio.