Por Yasel Porto
Si bien la palabra bloqueo ha signado de una u otra forma a nuestro béisbol en las últimas décadas, ya sea por el impacto en su acción del que viene de Estados Unidos como también por el que tiene que ver con nosotros mismos, dicho bloqueo ha tenido una incidencia en la pelota cubana incluso antes de su génesis misma.
Según la mayoría de los historiadores el punto de partida del llamado pasatiempo nacional de Cuba está fijado en 1864 tras la llegada desde Norteamérica de los hermanos Nemesio y Ernesto Guilló y Enrique Porto. Entre sus pertenencias estaban los primeros implementos de béisbol que entraban a la Isla, los cuales sirvieron para las exhibiciones de una variante del juego conocida como “townball” (fongueo).
Esas demostraciones en lo que es hoy la zona más occidental del malecón habanero (baños de Miguel) se combinaron con otros sucesos en la segunda mitad de la década y así el béisbol fue tomando una fuerza cada vez más notable hasta ser la actividad deportiva predilecta de la sociedad cubana.
Pero de esta etapa se ha hablado y escrito bastante, incluso con versiones e interpretaciones que han estimulado intensamente la polémica hasta la actualidad. Lo que es menos conocido es que los citados muchachos pudieron introducir a nuestro país parte de los elementos del béisbol mucho antes de 1864 de no ser por una razón trascendental que los mantuvo literalmente “presos” lejos de su casa y de su familia.
El viaje a Estados Unidos
Sin llegar a la mayoría de edad Porto y los hermanos Guilló fueron enviados por sus padres al Springhill College, un centro estudiantil ubicado en la portuaria ciudad de Mobile en el sureño estado de Alabama. Hablamos de 1858, año que marcó el despegue en la tendencia de enviar a jóvenes cubanos a Norteamérica para cursar estudios en diferentes niveles (era más económico que mandarlos a España).
Fue en el terreno de béisbol de la institución mencionada en la que por primera vez un cubano, en este caso tres, tuvo una conexión directa con el llamado deporte de las bolas y los strikes. Esta afirmación la hago por lo que pasó después cuando el trío llevó a Cuba no solo algunos de los implementos, sino las enseñanzas del juego que luego transmitieron a sus amigos del barrio de “El Vedado”.
Lo que se todavía se desconoce son los detalles de su desempeño con el afamado equipo colegial, ya sean fechas o estadísticas. Era una época donde ya el béisbol gozaba de muchos practicantes por buena parte de Norteamérica, aunque todos los clubes eran netamente amateurs.
Pero volviendo a nuestros protagonistas, de ellos tampoco se tenían otros datos de su presencia en territorio continental hasta que en el verano de 2019 mi colega Reynaldo Cruz y yo fuimos invitados a un evento especial para estrechar lazos entre las ya hermanadas ciudades de Mobile y La Habana.
Con el apoyo de grandes amigos de Cuba como María Méndez y Craig Davidson, más el respaldo vital de la Embajada cubana en Washington y su entonces primer secretario Miguel Fraga, recorrimos varios sitios importantes entre los que se incluyó el Springhill College. Fue allí donde descubrimos varios hechos sobre los introductores del béisbol en Cuba, y uno de ellos, quizá el más alucinante, tenía que ver con un bloqueo que los tuvo retenidos por años dentro de un contexto sumamente peligroso.
Una Guerra y su bloqueo
Pocos ignoran que la Guerra de Secesión o Guerra Civil Americana (1861-65) ha sido el conflicto interno más importante de los Estados Unidos desde su independencia, y en ella uno de los hechos fundamentales del ejército de la Unión sobre los Confederados del Sur fue el bloqueo naval por toda la zona costera que fuera parte del territorio de estos últimos (plan Anaconda ideado por el Comandante General Winfield Scott y ordenado por el Presidente Abraham Lincoln desde mayo de 1861).
Esta situación impidió la entrada y salida de barcos a Mobile, uno de los puntos marítimos principales de los estados Confederados, donde se incluyó el transporte comercial.
En Springill College nos facilitaron todas las cartas conservadas que tenían el propósito de ser enviadas a su familia por los hermanos Guilló, pero que por la situación señalada antes ni siquiera pudieron salir de la escuela. En casi todas, el tema de la Guerra estaba presente, reflejándose el dolor y la preocupación por la situación que se vivía y de la que se hacía imposible salir para reunirse otra vez con sus seres queridos en Cuba.
Es interesante que en todo momento ellos responsabilizaban al ejército del norte de todo lo malo que pasaba, algo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que salvo los afroamericanos y un porciento menor de blancos, para la gente del sur los Confederados eran los buenos porque luchaban por una causa totalmente justa. Y eso era lo que escuchaban los estudiantes cubanos dentro y fuera de las aulas.
En una de las misivas de Ernesto hace referencia con alegría a una victoria lograda por el ejército del sur, dando pormenores de lo acontecido y las ganancias en armas y municiones de los triunfadores.
Otra de las cartas existentes con fecha de abril de 1862 dirigida a su hermana Flora, el mayor de los Guilló le comenta esperanzado sobre la situación del bloqueo naval que los Confederados habían roto en algunas zonas cercanas a Mobile.
Ya casi en las postrimerías de la Guerra, los del Sur rompieron brevemente el cerco costero del importante puerto de Alabama y fue entonces que los protagonistas de esta historia pudieron aprovechar para reencontrarse con la paz, con su tierra y con su gente. Y junto con todo eso y con las complejas peripecias que afrontaron para salir de Estados Unidos encontraron el tiempo y el espacio para incluir aquella semilla (un bate y una pelota) convertida con los años en uno de los árboles esenciales de la nueva Cuba.
En tierra cubana
Los hermanos Guilló no solo tuvieron ese aporte extraordinario, ya que tomaron parte en momentos trascendentes por década y media, como el famoso juego del Palmar de Junco del 27 de diciembre de 1874 o la primera liga en la que su equipo Habana se coronó campeón. Nemesio tuvo una conexión más cercana con la pelota al extremo de ser bautizado “El padre del béisbol cubano” y formar parte décadas después de nuestro hoy inexistente Salón de la Fama.
El único de los tres jóvenes del que no constan acciones beisboleras en suelo cubano fue mi tocayo Enrique Porto. Su talento radicó más bien en la medicina, al punto de alcanzar la distinguida jerarquía de Ministro de Sanidad. No sé si nos conecta algún lazo familiar, aunque de cierto modo el béisbol es un gran punto en común al margen de coincidir en nombre y apellido.
Lo que sí me queda claro fue la enorme y constante emoción vivida junto a mi amigo Reynaldo en Mobile. Fueron múltiples los lugares recorridos y las historias revividas en las que se fundieron elementos sociales y políticos, junto a lo netamente deportivo, magnificado todo por la situación compleja vivida por ellos, los primeros responsables de que millones de cubanos amemos a un deporte que ha ido y va mucho más allá de un simple juego de pelota. Un juego que aquel lejano bloqueo lo único que hizo fue postergar su bienvenida a Cuba, y que más tarde, aunque volvió para golpear con más fuerza ahora en contextos diferentes y por medio diferentes victimarios, no ha podido conseguir el objetivo de destruir algo que mi opinión y aún con los problemas consabidos, nunca dejará de ser inmortal por sentimientos y por resultados.