Una crónica parcial con riesgo de morir en la hoguera

Por Boris Luis Cabrera ¡Se acabó el maleficio! Escribí hace exactamente tres meses atrás cuando los Cocodrilos matanceros se proclamaron campeones en la Serie Nacional después de una larga espera de 29 temporadas. La mayor parte de la crónica estaba escrita desde hace un par de días antes. Sabía que la emoción incontrolable que generaría […]

Por Boris Luis Cabrera

¡Se acabó el maleficio! Escribí hace exactamente tres meses atrás cuando los Cocodrilos matanceros se proclamaron campeones en la Serie Nacional después de una larga espera de 29 temporadas.

La mayor parte de la crónica estaba escrita desde hace un par de días antes. Sabía que la emoción incontrolable que generaría el momento y la vorágine que se desataría a mí alrededor, conspirarían contra el carácter mismo y la rapidez con que tenía que entregar el texto para su publicación.

Soy matancero de nacimiento. Con apenas siete años de edad fui testigo del alboroto que se formó en casa cuando un novato fornido de nombre Lázaro Junco salió de emergente para despachar el primer cuadrangular de su carrera, hecho que me hizo firmar un pacto eterno con el béisbol y con el equipo de mi provincia.

A pesar de vivir en la Habana desde pequeño, nadie pudo romper esa unión jamás. No lo lograron mis amigos más cercanos, ni mis constantes vivistas al mítico estadio Latinoamericano, ni el jonrón de Marquetti, ni la espectacularidad de Javier Méndez, ni la magia de Germán y Padilla alrededor de la segunda base, ni Kendrys ni el “Duque”, ni siquiera los tres campeonatos logrados por Rey Vicente Anglada.

De vez en cuando regresaba a mi tierra y aspiraba ese aire puro de la bahía, me alimentaba de la imagen de los puentes que abundan en la ciudad y caminaba por la calle del medio para oxigenar mi alma matancera.

Me mantuve firme, fortalecido por el título ganado por aquellos Citricultores de Tomás Soto y por las sendas coronas que el gran “Sile” logró con los Henequeneros a principios de la década de los noventa.

El tiempo pasó, los equipos matanceros cayeron en un vacío terrible. Los dioses beisboleros se fueron a otras tierras y dejaron a la provincia a su libre albedrío, abandonada en el fondo fangoso de las tablas de posiciones durante años.

Un ciclón de nombre Víctor Mesa llegó y sacudió los cimientos, nos lanzó agua a la cara y nos levantó el optimismo de la lona húmeda. Me hizo escribir crónicas de esperanzas y de victorias memorables que se fueron marchitando en el tiempo y al final, quedamos desnudos otra vez bajo las miradas de multitudes rivales, en medio de burlas y decepciones que parecían eternas, sin títulos y sin vergüenzas.

Por eso el 18 de enero pasado, cubriendo por primera vez una final doméstica para un sitio nacional, tuve sentimientos encontrados, y mientras miles de tropas imaginarias defendían mi imparcialidad a “capa y espada” en mi interior, mi cuerpo y mi mente vivieron momentos únicos e irrepetibles.      

Mantener bien guardadas las emociones en medio de una conga yumurina precisamente ubicada a mi lado en un estadio Cándido González abarrotado en su totalidad, fue todo un reto. Aguantar los deseos de gritar a viva voz mientras el equipo se acercaba poco a poco a una corona que le había sido esquiva durante tantos años, fue un esfuerzo brutal, un acto casi heroico de mi sistema nervioso y de los músculos de mi rostro.  

Varias temporadas escribiendo sin delatar ni un ápice mis deseos más íntimos, sin prejuicios, intentando ser justo y equilibrado, tratando de dar una cobertura con autoridad y desde una perspectiva desprovista de pasiones provinciales; estaban a punto de irse de súbito por una alcantarilla.

Los aficionados queman con razón en una hoguera pública a los periodistas parciales, pero al menos en esos momentos es bien difícil mantener la profesionalidad y el control y desafiar a la naturaleza humana.

Nadie percibió mi júbilo, mi presión alta, ni mucho menos mis pupilas humedecidas cuando Jonder Martínez sacó el out 27 del partido y una marea roja en estado de éxtasis hizo temblar los graderíos.

Salí al terreno desde la banca de los Toros camagüeyanos donde me mantuve inmutable durante la novena entrada con el micrófono y el corazón abierto a entrevistar a los protagonistas, con una sensación de agente encubierto que me envolvía el cuerpo.

“Hace 29 años que estamos esperando esto. Hemos trabajado mucho y con tremendo sacrificio. Luchamos desde el principio hasta el final y aquí está el resultado: ¡Matanzas campeón cojone!”, me dijo eufórico ese moreno fornido de nombre Lázaro Junco (ahora entrenador de bateo del conjunto), sin saber que por su culpa un día me enamoré a muerte de este maravilloso deporte.

No pude más al imaginar a mi padre saltando de alegría desde otra dimensión y ver ante mí a un grupo de peloteros exaltados con el nombre de Matanzas en el pecho abrazarse alrededor de un trofeo. La imparcialidad se fue, se hizo humo en el aire cargado de vítores y lágrimas, me sentí libre por primera vez y fui un aficionado más durante varios minutos, con el perdón de las leyes del periodismo deportivo.

(BOX SCORE del partido final)