Era la noche del 12 de mayo de 1988 cuando Pedro Medina estaba jugando el último partido de su vida. Un estadio Latinoamericano congestionado había sufrido en silencio durante nueve capítulos ante un picheo azucarero que tenía amarrado en un puño a su equipo capitalino.
Un seis por cero en la pizarra lumínica a esas alturas había enterrado las aspiraciones de los anfitriones de ganar el campeonato, a pesar de la poderosa toletería con que contaban.
La voz del legendario Tony Veiga retumbó en los graderíos anunciando la llegada del cuarto bate a la caja de bateo: ¡Número treinta y uuuno, Peedro Medinaa, bateador designadoooo!
Nadie se inmutó, solo unos pocos quizás se dieron cuenta que este podía ser la última oportunidad de ver a esta leyenda consumiendo un turno al bate en Series Nacionales y Selectivas. Algunos aplausos dispersos salieron de la multitud, ahogada en su decepción al ver como la esperada corona se le había hecho humo en menos de tres horas de juego.
Medina suspiró profundo, hizo un par de sus clásicas cuclillas, un swing al aire y caminó con paso lento hacia el rectángulo con una mirada indescifrable puesta en la figura de Roberto Almarales, quien se mantenía en la lomita contraria.
El inquieto Víctor Mesa alzando los brazos se desprendió a toda carrera por el medio del diamante desde la pradera central hasta la caja de bateo en medio de un estupor generalizado, para abrazarlo con fuerza y fue en ese momento cuando todos los presentes comprendieron la magnitud del momento.
Jamás vi una ovación tan cerrada y sincera, tan larga y apasionada. Ambos equipos vaciaron las bancas para abrazar al hombre que casi siete años antes se había convertido en héroe al disparar un cuadrangular antológico para empatar el juego contra Estados Unidos en la final de la Copa Intercontinental de Edmonton, Canadá.
Pedro Medina, “El médico” como lo llamaban muchos de sus compañeros, se retiraba como un grande después de conectar 221 bambinazos e impulsar 869 carreras durante 17 campañas, terminando como segundo en ambos departamentos en esa temporada que expiraba con un average además de 350 puntos.
Visiblemente emocionado y tembloroso, Medina regresó al cajón de bateo cuando llegó la calma y la fanaticada, renuente y perseverante, hizo un silencio solemne después de agotar todas sus fuerzas en los prolongados aplausos.
Almarales de frente en el box le lanzó una recta mansa al centro del home-plate cargada de respeto y admiración para que el gran receptor le desapareciera la esférica por el jardín central como tantas veces había hecho en su carrera deportiva. Pero ya el súper hombre no estaba, ese extra clase que tantas veces decidió partidos y lo entregó todo por su camiseta en un terreno de béisbol, ya se había ido a otra dimensión, se había diseminado por los graderíos y se había hecho inmortal en la mente de los aficionados.
Ahora era apenas un ser humano cualquiera, un tipo común y corriente metido en un traje con las letras de Ciudad Habana en el pecho, lleno de vergüenza deportiva y de sentimientos raros que estallaban en una reacción en cadena por todo su cuerpo.
Una rolata inofensiva al campo corto salió del aluminio que sostenía en sus manos. No corrió, no podía. Rompió a llorar delante de todos como un niño pequeño y los aficionados, también con lágrimas en los ojos, comenzaron a aplaudir otra vez sin importarles ni por un instante que habían perdido el campeonato.