Por Reynaldo Cruz
La expulsión hace dos días del inicialista de Industriales Yasiel Santoya por parte del árbitro base Miguel Laus por lo que se calificó de “gesto antideportivo” provocó casi una reyerta alrededor del primer cojín del terreno del Estadio Latinoamericano. Y es que el bateador de origen espirituano tuvo como única “transgresión” el haber lanzado su casco al suelo, en plena muestra de frustración, cuando su batazo entre dos fue excelentemente capturado por el patrullero derecho yumurino Roberto Álvarez, cuando parecía que la bola iba a picar en territorio de nadie.
Ahora, ¿fue tan grave la falta de Santoya como para ser expulsado de esa forma? ¿Ofendió acaso al árbitro o a un fildeador que, ubicado a muchísimos metros de distancia no habría escuchado lo que él dijo? ¿Es tan antideportivo ese gesto? ¿Qué queremos en verdad de nuestros atletas?
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Los que seguimos los deportes, no solo el béisbol, sabemos todo lo que implica para un atleta fracasar en la ejecución, máxime cuando dicha ejecución fue realizada casi a la perfección, y se vio frustrada solamente porque el contrario lo hizo mejor.
Por eso, las imágenes de un futbolista llevándose las manos al rostro tras ser víctima de una atajada espectacular por parte de un portero, o la de un defensa que patea con rabia el balón hacia dentro de su propio arco al ser víctima de un gol rival, forman parte del material gráfico que más quieren capturar fotógrafos y camarógrafos. Esas tomas o instantáneas enriquecen no sólo el trabajo periodístico, sino también contribuyen a la pasión de los fans, muchos de los cuales se sienten identificados con los gestos de alegría, molestia, frustración, desconsuelo.
En lo particular, he visto gestos mucho más “antideportivos”, o al menos dignos de expulsión, como fue, por ejemplo, la celebración de Ariel Pestano –a quien, que nadie se equivoque, todos admiramos– tras pegar el grand slam decisivo que decretó su venganza definitiva ante Víctor Mesa. Ese gesto, independientemente de todo lo que tenía el legendario enmascarado naranja guardado en el pecho, estuvo bien pasado de tono, pues la pelota es un deporte que ven los niños y el comportamiento de “guapería” rayando en la grosería debería ser inadmisible.
A veces uno debe preguntarse hasta qué punto los que toman las decisiones en la pelota esperan que los atletas no muestren sus sentimientos tras una acción en la que lo ejecutan todo bien y las cosas le salen mal. Personalmente, me parecía más expulsable el bateador Walter Abreu al molestarse por un conteo del árbitro de home –acción que desencadenó en la hecatombe que se formó en ese encuentro– en la noche anterior, que lo de Santoya.
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Los verdaderos fanáticos al béisbol queremos ver ese tipo de “guapería”, la del atleta que sin irrespetar a los árbitros o a los contrarios, o sin asumir actitudes beligerantes y groseras expresa sus emociones y hace que apreciemos cómo se siente tras lograr un buen batazo o poncharse a la hora buena. A todos nos gusta ver las imágenes victoriosas, sobre todo cuando le toca al equipo de nuestras preferencias, pero también queremos sentir mucho cuando vemos el rostro de una derrota que nos toca de cerca.
El reglamento debería revisarse en muchas cosas, como ya ha dejado demostrado esta joven temporada , y una de ellas es precisamente en qué se considera un gesto antideportivo y qué no. Son incontables las ocasiones en las que los peloteros hacen gestos totalmente groseros a sus rivales sin que haya consecuencias mientras que por algo como lanzar el casco en gesto de frustración los expulsan. Nuevamente, se impone la necesidad de tener un sindicato de peloteros que precisamente vele por todos sus intereses, incluyendo el reglamento disciplinario y el convenio laboral.
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Pienso que los cánones de disciplina del reglamento (principal enemigo del espectáculo, todo parece indicar) y de los árbitros cubanos están –al igual que sus cambiantes zonas de strike– completamente perdidos.