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El día que Agustín Marquetti le pescó un tenedor a Rogelio García para darle una corona a Industriales, La Habana tembló.
Eso fue el 19 de enero de 1986. Recuerdo que el 40 hizo aquel swing hermoso, la bola se elevó por los cielos del Latinoamericano y la gente inundó el campo mientras Giraldo González saludaba al jonronero. Poco más he podido retener en la memoria, porque a partir de ahí fue la locura.
Nunca hubo, ni antes ni después, un suceso más sensacional en las Series Nacionales. Primero, porque le puso fin al campeonato. Segundo, porque lo protagonizaron par de glorias. Tercero, porque tuvo lugar en el teatro de los sueños beisboleros nacionales, lleno hasta la bandera y con la televisión como testigo.
La fe de Agustín Marquetti
Para entonces Agustín Marquetti ya había cumplido cuatro décadas y Rogelio seguía siendo el pitcher más temido. Pero el slugger creía en él y en una de esas se gastó el alarde de vaticinar la conexión. Al equipo le sobraban nombres grandes (Medina, Javier, Vargas), pero su autoconfianza hacía la diferencia.
“Este juego lo termino yo”, le comentó al desaparecido José Modesto Darcourt. Total, ya él conocía el sabor de los cuadrangulares decisivos, porque en 1972 había pegado uno para definir el campeonato del mundo celebrado en Managua.

Y otra vez lo consiguió. Para gloria de Industriales y alegría de la capital, Marquetti pudo despachar la pelota más cotizada de este béisbol (a qué manos fue a parar es un misterio), y al curriculum de Rogelio García (tan espléndido) se le afeó una página importante.
El propio «Ciclón de Ovas» me contó que a esas alturas del partido se sentía cansado. Había hecho un larguísimo relevo, a la altura del duodécimo inning tenía calambres en los dedos y el tenedor, su envío principal, se le quedó flotando frente al bate del rival.
Agustín Marquetti, de La Habana a Miami
Desde ese momento, el astro pinareño cargó con el estigma de recibir el batazo más famoso de los campeonatos cubanos de pelota. Por el contrario, su verdug* encontró espacio eterno en todos los altares de la afición industrialista.
Había sido el momento dorado en la carrera de Agustín Marquetti, el moreno sonriente que jugaba con el reloj en la muñeca. Aquel de quien la gente comentaba “es oficial del Ministerio”. Un tipo que, tras el retiro, debió ganarse el pan como taxista y que tiempo después, tomó (hasta el sol de hoy) el camino de la emigración.
Pero nada ni nadie, incluidos los ingratos dirigentes que nunca supieron premiar la carrera del recio toletero, pudo opacar aquella página de enero de 1986. El día que La Habana fue más feliz en el estadio.